Por LUIS CORELLANO, PROFESOR DE FILOSOFÍA DEL COLEGIO MONTESSORI. Publicado en Montessori News. Junio 2022.

Hace unos días mi sobrina Jimena me pidió que escribiera una pequeña colaboración para un librito de Filosofía que los alumnos de su clase iban a editar como colofón literario a su curso de 1º de bachiller. “Tío, que sea algo de filosofía, no muy extenso, no sé, que hable de la felicidad, del sentido de la vida…” Qué maravillosa es la bendita ingenuidad de la adolescencia: algo no muy extenso y que hablara del sentido de la vida… sencillísimo…

Sin embargo, lo que se presentaba a priori como un serio problema para resolver se tornó enseguida en un pequeño pero agradable reto. Sabía de qué quería escribir. Hablaría de mi trabajo, de mi ocupación, de mi vocación, en definitiva, de una parte fundamental de lo que yo soy.

Me ocurre alguna vez que, sin motivo aparente, me despierto en medio de la noche y me es imposible volver a conciliar el sueño. En el denso silencio que me invade solo “escucho” el sutil “sonido” de mi propio pensamiento. Y cuando menos lo espero, y como si yo fuera el mismísimo Ebenezer Scrooge redivivo, se me aparece no el Espíritu de la Navidad, sino el Espíritu de mi propia vida. Y me pregunta
divertido: ¿qué tal, Luis?, ¿cómo lo llevas?, ¿está mereciendo la pena esto que llamamos vivir?

Lógicamente, en semejante momento de vigilia forzada no se pone uno a construir una sesuda reflexión existencial acerca de la vida. Pero la verdad es que cuando ocurre, cuando en ese momento de soledad sonora me pregunto por el sentido de mi vida, inmediatamente pienso en mi trabajo. Y vaya por delante que no concibo el trabajo como un absoluto en sí mismo, pues soy consciente de que la vida presenta muchos otros ámbitos de valor como podría ser la pertenencia a una familia, la experiencia amorosa, las relaciones con los otros, la propia construcción personal de la biografía, etc. Pero aun así siento nítidamente cómo mi actividad laboral y profesional es, sin duda alguna, una cuestión esencial para mí. Y no es solo que a ella dedique la mayor parte de mi tiempo, es que es en el desempeño del trabajo en donde siento que despliego más que en cualquier otra tarea lo más intenso de mi yo.

De ahí que, cuando me visita el Espíritu de mi vida y me pregunta, le respondo que la cosa no va nada mal. Que por supuesto está mereciendo la pena vivir. Le recuerdo que “soy un profesor” y entonces él se sienta en un escaño casi transparente suspendido en la nada, sonríe y espera a que me explique.

Verás, Espíritu, te diré por qué me siento tan afortunado y por qué coqueteo habitualmente con la felicidad. Partamos de aceptar que la vida es verdaderamente corta, un suspiro. Una buena parte de ese precioso pero escaso tiempo debemos ocuparlo en solucionar las necesidades propias de nuestra naturaleza animal como alimentarnos, vestirnos o protegernos de los peligros.

Incluso decidimos vivir unos con otros creando grupos organizados llamados sociedades para hacer más fácil esa supervivencia. De la unión de ese ser natural pasivo y limitado y de esa naturaleza social activa que nos lleva a relacionarnos unos con otros surgió el trabajo como la actividad destinada a resolver nuestras naturales carencias.

No te rías, Espíritu. No sacralizo el trabajo hasta el punto de identificarlo como una forma de camino hacia la santidad como hacen algunas corrientes religiosas integristas o como la actividad que determina el resto de la vida humana tal y como entendían los viejos marxistas. Es absurdo buscar valoraciones universales sobre el trabajo porque cada uno es muy libre de vivirlo como quiera. Pero en mi caso, mi elección laboral nació de eso que llamamos “vocación”. Y mi ya dilatada experiencia me permite saber que no me equivoqué al sentir esa llamada. Vivimos un tiempo complejo. La globalización aporta muchas luces, pero seguro que provoca también muchas sombras. Comparto por supuesto la denuncia de la vida líquida que nos invade y ansío, cómo no, cualquier manifestación de solidez en la realidad que me circunda. De ahí que reivindique ahora el concepto sólido de lo que entiendo que siempre ha sido mi profesión docente. Para ello arranco haciendo un ejercicio de epojé o reducción fenomenológica intentando expresar, desde mi experiencia vivida, qué es mi profesión. Desdeño esas definiciones o reflexiones ideales nacidas de cualquier exabrupto teórico pedagógico. Prefiero ir “a la cosa misma” y decir que mi trabajo se concreta en puridad en una relación entre personas que encuentra su sentido en compartir el espacio y el tiempo para llevar a cabo una transacción entre lo que el individuo docto da y los ignaros alumnos reciben. Así debe ser.
Quien quiera quedarse solo con la aparente unidireccionalidad de la relación para pontificar que en esta concepción de la educación se desprecia el valor del discente sencillamente no entiende nada.
Los «dramatis personae» de esta representación son lógicamente los alumnos y enfrentado a ellos su profesor. Sí, he dicho enfrentados. Frente a frente para verse bien y contemplar al “enemigo dialéctico” con quien se va a librar, una vez más, la apasionante batalla de la clase. El sentido de la dialéctica hegeliana explica perfectamente que la clave del progreso humano es el enfrentamiento de los opuestos. Yo, el profesor, solo lo soy en la medida en que tengo en frente de mí a quien me niega, al alumno. Y éste, solo lo es si se enfrenta a mí. Lo que me niega, me afirma, me da sentido. Cada clase es un combate y en esa guerra nadie pierde y todos ganan. Triunfa, crece, progresa el alumno que se ha apropiado de los conocimientos e ideas de su profesor para hacerlas suyas, de sus enseñanzas metodológicas, de sus incentivos para el fomento de la creatividad, el espíritu crítico y el pensamiento autónomo; y triunfa, crece y progresa el profesor que ha tenido que superar, una vez más, las dificultades inherentes a lograr depositar en la mente de sus alumnos, como si de un gran tesoro se tratara, el acervo de riqueza intelectual que intenta transmitir a esos sus hijos intelectuales. Este, y no otro es el verdadero valor de mi profesión. Al menos, a mí me ha permitido darle sentido a un aspecto fundamental de mi vida. Estar año tras año in prima acie del combate no es solo un honor sino una fascinante responsabilidad.


[¿Me lo parece a mí o realmente mi Espíritu reprime un bostezo?]
Tal vez, Espíritu mío, todas estas elucubraciones suenen demasiado etéreas, idealistas, imprecisas o vagas. No quiero aburrirte, pero necesito seguir explicándote… Si quieres podemos afrontar la experiencia educativa desde un aspecto más humano, más cercano…

Trabajar con personas es siempre enriquecedor. Hacerlo con adolescentes es un reto apasionante. Sí, es cierto que adolecen de muchas cosas, que tienen limitaciones y carencias que deben ser superadas. Pero afortunadamente también adolecen de prejuicios y si se tiene la fortuna de captar su atención pueden ser interlocutores fantásticos. Toda mi vida laboral he trabajado con ellos y debo decir que desde
hace algún tiempo se detectan algunos puntos de preocupación referidos a su formación. Por un lado, se percibe en muchos de ellos dificultades claras para demostrar su autonomía y madurez, y por otro, en algunos casos, se observan conductas que sin ser censurables en sí mismas dicen poco con relación a la calidad moral de la persona.


[Umm, ¿estás criticando a esos jóvenes? ¿No sabes que eso no es políticamente correcto?]
Desde luego, y por ahí van los tiros. Ya que sacas el tema te daré mi opinión. Creo que hay cosas que no se están haciendo bien. Creo que hay actitudes que no benefician en nada a los jóvenes adolescentes de hoy, y entre ellas destacaría la sobreprotección y la sobrevaloración.
La sobreprotección nace, creo yo, de una bienintencionada pero equivocada percepción de la realidad. Te he comentado que la vida es una continua lucha que no la puede librar nadie por otro porque entonces lo anula como individuo. Es en el fragor del combate en el que la persona se curte en todos los sentidos, aprende y se hace fuerte. Pero no todo el mundo lo ve así. “Que mi hijo no pase lo que pasé yo…” he ahí una de las frases más lesivas que pueden oírse hoy. Por supuesto que es natural y lícito desear que los hijos vivan mejor que sus padres, pero no a cualquier precio, y nunca al de hacerlos bobos, inútiles o irresponsables. La vida es dura, sí, pero precisamente por eso hay que estar preparado para afrontarla con garantías. Educar en el esfuerzo y a veces en el sacrificio, en la idea de que todo acto libre es también un acto responsable, que el respeto a uno mismo, a los otros y a las cosas te convierte en un ser amable, es decir, digno de ser amado. Que gestionar las vidas y libertades de una infinidad de individuos no es fácil y precisa de un orden que se concreta en una ley que hay que respetar, que el éxito de la persona no se cifra en dinero o reconocimientos sino en estar en paz con uno mismo, que está nuestra mano hacer de nuestra vida una aburrida novela o una maravillosa obra de arte.


[Qué duro eres, ¿no?]
Pues espera. El segundo error proviene de la sobrevaloración. Sobrevalorar significa dar a algo más valor del que objetivamente tiene. Entre las múltiples nuevas teorías de la educación en edad temprana hay algunas que defienden que, al niño y por extensión al joven, hay que dejarle desplegar sin límites su libertad y que toda corrección de la misma es una intromisión perniciosa en su normal desarrollo. Y por supuesto que es bueno actuar desde la libertad, pero eso no significa que todo sea justificable o asumible.

Encontramos alumnos que tienen un concepto muy elevado de sí mismos, con ciertas dosis de soberbia y lagunas importantes en eso que antes se llamaba urbanidad, unos maleducados, vamos. Nunca nadie les ha reprendido.
Cuando la realidad cruda se impone y las cosas no son como se esperaban sobreviene en ellos la angustia, la desesperación y el pesimismo. Estaban acostumbrados a ser el ombligo del mundo y a recibir parabienes solo por existir… y nunca se les educó en la gestión de la frustración.
A estas alturas, querido Espíritu, espero que entiendas por qué mi trabajo es apasionante. Hay tanto por hacer… y tan bueno… Humildemente queremos ofrecerles pequeñas guías seguras para el éxito personal. Cada profesor lo hace desde su parcela. En mi caso tengo la inmensa fortuna de hacerlo desde el terreno de las Humanidades y me emociono solo de pensar que algún día les presentaré a Aristóteles, a Marco Aurelio, a Montaigne, a Cervantes, a Balzac o a Ibsen… Poder hablarles horas y horas del valor de los libros, de la paz de un paseo por un sendero entre árboles, del misterio que esconde un museo, del placer de una conversación inteligente, de la sensibilidad ante lo bello, de la satisfacción del deber cumplido… en definitiva de llenar la vida de sentido.


Es esencial que el alumno sepa que quien le acompaña en el día a día está íntimamente concernido en su crecimiento intelectual y moral. Que ese tiempo de estar con ellos es el tiempo para darles todo lo mejor que tenemos y de la mejor forma posible. Esa es nuestra misión, esa es verdaderamente la esencia de nuestra dedicación, el sentido de una buena parte de las vidas de quienes nos dedicamos voluntariamente a esta grandiosa labor…

Qué decepción… pensé que acabar así mi discurso improvisado a altas horas de la madrugada iba a conmover a mi Espíritu… pero cuando le miré ya no estaba… (Para mi amigo José Monsón, quien todas las Navidades se reencuentra con Mr. Scrooge y sus Espíritus).