Nuestra profesora de Lengua redacta «Realismo Mágico», una manera de introducir este nuevo curso reflexionando sobre nuestra institución.

LA MAESTRA Y EL CORONEL

La historia y la intrahistoria. En la vida los pequeños sucesos, los momentos, esos son los que surcan de verdad nuestra biografía. Así es como nos encontramos con la protagonista de nuestra historia, de una historia insignificante que podría pasar inadvertida ante tantos hechos mayúsculos que nos envuelven y  abruman.

Fue ojeando un periódico, de la manera más casual, como di con ella, con Rosa Helena Fergusson. La letra impresa me sedujo y me llevo hasta su fotografía, una fotografía en blanco y negro típica de la época. Nada se trasluce de esa imagen, nada fuera de lo normal que nos pueda hacer suponer algo de excepcional en la fotografiada.  Ahí se encuentra su mérito, en su labor callada y anónima pero no por eso menos importante, la de enseñante.

Me imagino a esta mujer acudiendo a dar clases cada día en el Instituto Montessori de Aracataca, una población colombiana. Una mujer que enseñaba a leer y a escribir a los niños, tarea gratificante y vivificadora. La veo al frente de su mesa de madera, oscurecida y gastada por el paso del tiempo, encima de una tarima y sobrevolando las cabecitas de sus queridos alumnos, alineados en filas equidistantes entre sí. Uno tras otro con sus batitas abrochadas, sus calzados relimpios y sus cabellos bien atusados, repitiendo sin cesar las letras del alfabeto en los cuadernos o recitándolas al unísono con sus vocecitas infantiles. De espíritu festivo y amor a la lectura, transmitía a los niños esa misma ilusión. Y esto, ser capaz de transmitir, es una facultad divina. El milagro de la vida hace posible que nazca la inteligencia, el arte, la belleza y que esas potencias afortunadamente se desarrollen o no, que desgraciadamente se malogren. Y la inteligencia y el buen hacer se encarnaron con Rosa Helena, esta magnífica maestra que con suma paciencia guiaba los libres y tiernos espíritus de los niños. Horas, tardes, unas tórridas y otras lluviosas, llenas de amor y de excelencia  forjando futuros hombres y mujeres.

El relato nos trae aquí, a la modesta aula donde Rosa Helena enseña los rudimentos de la lengua a los niños. La lengua, vehículo de comunicación, otro milagro. “Ellos, los llamados conquistadores, nos legaron mucho pero a la vez nos robaron mucho. Arrasaron a zancadas por donde pisaron en el Nuevo Continente”, dice Pablo Neruda. Y qué verdad irremediable en sus palabras. “Nos quitaron el oro y nos dejaron el oro…”.  Y esta sencilla mujer cuida con esmero el oro para que no se pierda nada en el camino y siga intacto y refulgente en las manos y en las mentes de los niños. Entre ellos, hay uno que sobresale por su viveza y apuntes de inteligencia. Ese niño que ya maneja con destreza la escasa lengua que conoce no es otro que Gabriel García Márquez. Y así, con el aliento inestimable de su maestra, enriqueció como solo él era capaz el oro que le fue derramando en sus manos, hasta llegar a ser el gran novelista que es hoy.

Parece ser que el Nobel, ya premiado, la nombraba en sus libros generosamente y ella subrayaba con rotulador los pasajes que la mencionaban. Cuánta  dicha y cuánta íntima satisfacción  en ese subrayado.  Nunca, durante toda su existencia, buscó publicidad o fama por ser la iniciadora del Premio Nobel.  Era feliz con ese placer único, y no obsceno, de saberse querida y admirada por el insigne alumno. En su casa de Medellín guardaba y devoraba su obra completa. La novela que más le gustaba era El coronel no tiene quien le escriba y, qué paradoja, el resto no le complacía demasiado “por enredada”.

En el año 1995 el pupilo la distinguió como una de las mejores docentes de Colombia, no en vano enseñó durante sesenta años de su prolongada y prolífica vida. Fueron cincuenta y seis, casi sesenta, los que el coronel de la famosa novela del mismo nombre estuvo esperando una carta que nunca llegó. De la misma manera, ella también envió cartas a ministros, incluso al presidente de entonces, con el fin de que la ayudaran a conseguir una beca y una casa para uno de sus siete hijos. Y, como él, jamás obtuvo respuesta. Todo ello, resulta curioso, tras recibir ambos sendos honores. Si lo pensamos bien, podrían parecernos vidas paralelas: una literaria, la del coronel, y otra real, la de la maestra.

La vida no la trató bien: no logró la beca y la casa para su hijo aun siendo una trabajadora pertinaz y una madre coraje. Pero sí, así se escribe la Historia, la amarga del coronel y la desidiosa de la maestra. La vida debería ser más generosa,  menos cicatera, con aquellos que dan la talla, y de qué altura, tanto en su faceta personal como profesional. Rosa Hela sufrió, ese fue su destino, las hipocresías de unos y las mezquindades de otros.

Esta noticia a la vez melancólica y hermosa me atrajo desde el primer momento: ni una fecunda investigadora, ni una famosa actriz, ni una reputada política, nada importante que destacar en su curriculum y, sin embargo, qué mujer más grande en su pequeñez. Si nadie respondió a los ruegos del coronel, se me ocurre que nunca es tarde para restituir la memoria de personas como la maestra. En aquel entonces no pudo gozar de ningún privilegio, así que ahora, tras enterarme de su reciente fallecimiento, he decidido rendirle mi admiración, al menos, con la palabra. La palabra nos da la posibilidad de ser y de hacer inmortales a los demás. Así sea.

Este es el artículo íntegro que escribí hace ahora casi veinte años. Tanto me cautivó entonces el breve recordatorio del fallecimiento, que tengo la impresión de que yo no redacté nada, que las palabras brotaron solas. En septiembre del mismo año recibí una grata sorpresa: una de las hijas de la maestra, Claudia Marcela Acuña, me correspondió agradeciendo el gesto. No repetiré tales términos, solo diré que rebosan afecto y satisfacción.

¿Cómo pudo darse esta cuadratura del círculo? Resulta sorprendente que un texto cuyo único objetivo era ensalzar la valía de una maestra, de la maestra que enseñó a leer y a escribir, cimientos del aprendizaje, a Gabriel García Márquez, acabase siendo leído por su propia familia al otro lado del Atlántico. Añadiré un pequeño detalle: Rosa Helena enseñaba a sus infantes en el citado Centro Montessori de Aracataca y la que firma estas letras es docente en el Colegio Montessori de Zaragoza.  Cada vez que releo el correo de Claudia Marcela, estoy más convencida de que la mano mágica del novelista intervino para que eso sucediera. Recuerdo nuestra relación epistolar con una infinita alegría pues me hace consciente de la dimensión y el poder de las palabras: son capaces de atravesar los océanos más inmensos pero también los corazones más sinceros.

Por Isabel Pascual