HABLEMOS DE LOS HÉROES

Isabel Pascual, Profesora de Lengua Castellana y Literatura

No hace muchos días hablaba en clase a mis alumnos de La Iliada de Homero a propósito de su transcendencia al ser considerada esta obra un modelo para los autores cultos renacentistas, por dar un ejemplo. Releí con ellos algunos pasajes de la misma intentando, sólo intentando, que captasen el espíritu homérico en la rabiosa cólera de Aquiles o en la magnanimidad de Héctor, uno de mis preferidos Y, así, mientras contemplábamos todos juntos el mar “color de vino”, se me ocurrió escribir una carta, la carta de despedida de un hijo, que siente su muerte próxima, a su madre, en concreto, la carta del héroe griego Aquiles a Tetis, su madre y diosa del mar (metafóricamente “el mar”). Os la presento, con el permiso de Homero.

En el décimo año de la guerra de Troya

Querida madre:

Otra vez acudo a ti, en un momento de reposo de esta ya larga y penosa guerra, y no encuentro salida ni fin.  Llevamos más de nueve, casi diez años aquí al pie de las murallas troyanas y nuestros cuerpos se humillan abatidos, demasiada desdicha nos rodea por todas partes. Ruge el mar y ruge mi corazón sediento de sangre y de guerra, una guerra que no acaba nunca porque los dioses así lo han decidido. Sentado, mirando el horizonte, dejo pasar el tiempo hasta que seamos llamados al combate y cada día me despido de ti como si no fuera a volver. Nunca se sabe.

Tú, madre, me aconsejas,  me consuelas siempre en medio de esta soledad: Aquiles, oprime tu corazón, acalla tu orgullo y tu rabia, debes cesar en tu empeño de enfrentarte a Agamenón, el soberano de todos los griegos. ¿Me oyes, hijo mío? Sólo tú puedes entender mis palabras, su sentido a través del movimiento de las olas. Dime algo. Únicamente hablo contigo y no hace mucho tiempo hablaba también con Patroclo. Mi más querido amigo, el niño con el que compartí esos primeros recuerdos infantiles que nos persiguen a lo largo de nuestra existencia. ¿Dónde estás ahora, Patroclo? ¿Descansas, por fin, en el Elyseo? Lloré por tu muerte como jamás he llorado hasta hoy por mi vida. Mi amado amigo, joven, vigoroso, con una generosidad que no conocía límites. Ese perro de Héctor lo pagó y, si entregué los despojos de su cuerpo destrozado al venerable Príamo, lo hice conmovido por sus ruegos y su valor al presentarse ante mí. ¡Maldito troyano, nacido de una serpiente y hermano del más cobarde de entre los cobardes! ¡Ojalá vagues por el Hades sin boca, ni nariz, ni ojos, ni orejas! ¡Sí, fui yo quien así te envió para que allí adonde vayas, óyeme bien si es que puedes, estés mudo, ciego y sordo! ¡Ay de mí! Patroclo, que junto a Ulises y Néstor me instaste a participar en la contienda, y ahora eres ceniza y humo. Aún recuerdo cómo te pedí consejo, madre. Elige tú, hijo mío. Si partes hacia Troya tendrás una vida breve, pero alcanzarás la gloria. No dudé y partí de Tesalia con cincuenta naves al mando de mis fieles mirmidones y nunca, nunca me he arrepentido lo más mínimo de esa decisión. ¿Qué me dices? Me hablas y el rumor del rizado oleaje me lleva y me trae, me trae y me lleva contigo. Voy a donde tú vas. Un día nos iremos juntos, madre, y creo, presiento que el día se acerca, ya retumban sus cascos en el viento.

Seré recordado, auguran, por mi bravura, por mi arrojo en la lucha, eso dice mi destino, un destino de héroe trazado desde que nací, cuando me sumergiste en la laguna Estigia para protegerme de todo daño. Pero los dioses que todo lo saben, guardan con celo el secreto, dónde late mi vulnerabilidad, sólo hay que esperar el momento más oportuno y se cumplirá lo escrito. Moriré joven sin ver nacer a mis hijos y crecer a mis nietos, no tendré tiempo. Madre, qué negra bilis invade mi cuerpo llenándolo de amargura y de tristeza. Solamente me da paz una certeza: saber que los troyanos pagarán su culpa, su delito. Paris, el infame, raptó a la esposa de un caudillo insigne, el rey Menelao, de manera que, lejos de arrepentirse, Paris y Helena yacen en el mismo lecho cada noche procreando cachorros troyanos. Semejante ultraje al rey de Esparta y hermano de Agamenón no podía quedar sin castigo. El mar y los ríos se hincharán y hervirán de roja sangre troyana mientras lo celebramos, mas yo para entonces no estaré en este mundo. Hasta el mismo cielo subirán los vapores sanguíneos y cambiará de color. Y en tanto ese día llega, busco tu cobijo, tu amor infinito como un perro el regazo de su dueño. Eres la única que me escucha sin recriminación o queja alguna, no imaginas cómo me hastían los eternos consejos reunidos para deliberar antes del siguiente ataque: los ancianos piden cautela y estrategia, pero mi cólera exige acción inmediata.

Vas y vienesMojas mis pies desnudos, estás fría y, sin embargo, me das calor. En la arena se pueden ver miles de huellas, somos miles los que aquí estamos y yo, de repente, me pregunto de quiénes son o fueron estas sombras. Llevamos muchos días apostados en este desierto soportando el frío, el calor y el viento. Cuántos habrán muerto sin tiempo para despedirse de nadie, ni siquiera de su compañero de fatigas y sus cuerpos mutilados jamás volverán a casa, en tierra extranjera e inhóspita dejaron su postrero suspiro. Al final queda de nosotros esto, una leve huella que el mar se lleva o que el viento recoge, y nada más. Mañana la playa aparecerá surcada de otras mil huellas. Madre, dime algo en esta hora aciaga. Pronto amanecerá y escucho sus cascos cada vez más cerca. Las lágrimas bañan mis ojos, mojan mis mejillas y caen sobre mis manos suplicantes. Madre, óyeme. Por ser hombre padezco como tal los sufrimientos del alma y, aun sin remedio, quiero ahora agarrarme a la vida con todas mis fuerzas, sentirme otra vez un niño, quiero jugar contigo y con mi padre Peleo, rey de Ptia y descendiente de Zeus. ¿Cuándo se nos marchitaron aquellos felices días? Al menos, dioses implacables, dejadme llorar por ellos y que su melancólico recuerdo me engañe de felicidad unas horas más. Al fin y al cabo, si bien lo pensamos, sólo somos eso, una huella en la arena, un fantasma en el pasado, un engaño en el recuerdo. Escucho la señal, pronto he de prepararme para un nuevo día y un nuevo combate, ojalá sea el definitivo. El final se aproxima, puedo olerlo de la misma manera que un moribundo huele su propia muerte. Madre, me llevo tu bendición, tu amor y tu calor. Tu imagen me acompañará éste, mi último día. Amanece. ¡Ay, esta luz! ¡Este cielo tan brillante que diríase blanco y este infinito mar azul, del mismo azul de mi infancia!

Adiós, madre.

Aquiles, rey de los mirmidones.